Indígenas y Modernización [Indigenous Peoples and Modernization]

Globalización, término contemporáneo para un fenómeno tan añejo como el sistema histórico mismo[1], ha venido a representar paradójicamente todas las bondades y maldiciones de la modernidad. Y probablemente esta conjetura sea cierta, pues “globalización”, además de significar esparcir algún tipo de bien (ya sea abstracto o material) por todo el mundo, también es signo de una homogenización cultural conflictiva. La globalización, en su afán de nivelar a todos y todo a un “bienestar” moderno (casi siempre enfocado en lo material), ignora aspectos humanos como la identidad o las nociones autóctonas de lo que es bueno o malo, imponiendo lo que “globalmente” se considere “mejor”. Así, se comete el error de reducir todo a la nihilidad[2] de un aparente bienestar general; uno que pierde su conveniencia y sentido humanos y se somete a aquéllos de la modernidad misma.

Este proceso conlleva a la deshumanización misma del hombre, convirtiéndole en una masa vulgar y tiránica que sólo se preocupa por disfrutar de los beneficios de la modernidad, pero que a la vez desconoce los esfuerzos necesarios para lograr dichas comodidades[3]. Incluso las élites, encargadas alguna vez de ser las guías y motores ilustres de la humanidad, se aglutinan en una muchedumbre egoísta enfocada en sus lujos e irresponsable respecto a su rol en la sociedad. Las masas se preocupan únicamente por su satisfacción inmediata, meramente hedonística, y se desentienden de lo que fuese su función en un otrora sistema de grupos sociales balanceado.

En cualquier cultura se pueden identificar dichos grupos del sistema social. Históricamente, se les puede definir con mayor facilidad previo a la corrupción y deformación de dicho sistema debido a la “globalización modernista”. Por definición clásica, cada civilización cuenta con su “mente”, su “corazón”, su “cuerpo” y su “alma”[4]; respectivamente y en sentido más literal: científicos y pensadores; políticos, líderes y patriotas; el grueso de población con sus funciones económicas; y uniéndolos a todos una identidad colectiva producto de su “comunidad”. Hoy en día, habría que agregar el aspecto de una “conciencia”, para que así las mezclas mundiales y las ambiciones modernistas enriquezcan en lugar de infectar las “almas” de las naciones. Dicha tarea recae actualmente en las comunidades indígenas, pues son las conexiones directas con el pasado y evidencia de que la modernidad no siempre supera la tradición.

México es, en esencia y en un alto grado material, un país de indígenas, con sus más de doce millones de habitantes indígenas hablando más de cien dialectos, controlando un quinto del territorio nacional, y aún más de sus recursos, y enriqueciendo la cultura mexicana con la totalidad de las propias[5]. La nación, octava en el mundo en lo que se refiere a presencias étnicas[6], es un gran ejemplo de la regencia indígena impuesta directa e indirectamente sobre aspectos de conciencia devaluados en la sociedad general. Preocupaciones como la ecología, la apreciación del pasado y la propia economía (desde rural hasta industrial) tienen como influencia o fundamento las creencias y costumbres de los indígenas del país. Esto se refleja en el 70% de recursos petroleros que yacen en territorios indígenas, el 60% de áreas boscosas y selváticas en su posesión (muchas demarcadas como áreas protegidas y reservas naturales, por ser antes que nada zonas sagradas), y el 67% de su población dedicada a la agricultura[7]. En lo que refiere a lo cultural, basta con tomar en cuenta a Chichen-Itzá o Teotihuacan, o las valiosas artesanías textiles, de cerámica o de joyería de las distintas etnias (todas más apreciadas en el extranjero; un ejemplo es Europa, que por su carencia de herencia “viva” propia, es una sociedad que se admira con las culturas indígenas), o simplemente el maíz y la tortilla, para notar que son vínculos con un pasado común y una parte neurálgica de lo que fragua la identidad mexicana propia y su proyección al mundo.

Lamentablemente y sin embargo, un rasgo compartido de las comunidades indígenas es ser relegadas y despreciadas sin más por su diferencia étnica para con las civilizaciones “modernas” desde tiempos inmemoriales. Son víctimas de sometimiento, o peor aún, de exterminio o de asimilación. Se aplica en su caso la justicia del más poderoso. Pero si se considera su rol de conciencia social, se puede concluir que se comete un error en detrimento de la cultura, el ambiente y la humanidad. Tanto en el caso de exterminarlos como de asimilarlos a una nueva civilización (distinto al concepto de “integrar”, pues este último significa darles y respetar su puesto en el organigrama social, mientras que el anterior se refiere más a  forzar su mezcla y enculturación; se debe diferenciar ya que el lenguaje define la realidad[8]), se trata de un proceso de nulidad que diezma la identidad de las comunidades indígenas y empobrece a la “civilización moderna”, dejándole sin cimientos definidos para su propia cultura. Al no haber deferencia ni diferencia es como se incurre en el nihilismo[9] ya mencionado. Basta analizar lo sucedido con la cultura americana y los nativos americanos: el primer intento fue de exterminio por ser “salvajes” (y porque poseían bienes y recursos demasiado atractivos al gobierno americano como para compartirlos si podía apoderarse de ellos); después se les trató de asimilar a la modernidad, a lo cual se han resistido tan ferozmente como a su exterminio; el resultado hasta ahora ha sido la proliferación de casinos, entre otros intentos de compensación político-materiales por parte de la civilización norte-americana para con la cultura nativo-americana. Es decir, la segregación ha sido inevitablemente marcada y subrayada, a la vez que ha significado conflictos y confusiones para las nuevas generaciones ante una ya poco plausible (y de ser concretada, poco sincera ante las heridas) integración debido a los antagonismos y cambios forzados en ambos bandos. Lo que les queda es la coexistencia y las indemnizaciones que les permiten funcionar como sociedad.

Justamente por juicios históricos como el norteamericano, el tema a favor de los indígenas, sus derechos y deferencia como comunidades autóctonas tienen ya representación y soporte en leyes internacionales y mexicanas.

En primera instancia, se les reconocen sus derechos humanos universales[10] (denominados en México “garantías individuales[11]”); irónico gran avance moderno, pues como en el caso norteamericano, solía no estimárseles propiamente como humanos en el pasado salvo en raros casos (por ejemplo, los misioneros conquistadores que al menos los concebían como “personas descarriadas puestas por Dios para ser convertidas”). Sólo durante la historia reciente se les ha comenzado a conceder (o más asertivo, reconocer) una segunda instancia de derechos exclusivos dada su calidad indígena[12], derivados directamente de las facultades y libertades universales profesadas abstractamente por leyes, filosofías y religiones (tres formas tratando una misma sustancia: ética humana[13] corregida para con las etnias). Se les reconoce como un sujeto colectivo: el Pueblo Indígena; minorías con libertad y autodeterminación en lo que respecta a sus aspiraciones y control de sus instituciones, formas de vida, y desarrollo económico y cultural en base a una identidad propia, que incluye lenguas, valores, y prácticas sociales, culturales, religiosas, espirituales y económicas que contribuyen al enriquecimiento cultural, preservación ecológica y a la armonía y diversidad social; por lo cual los Estados se comprometen a aplicar medidas que promuevan y salvaguarden el mantenimiento y fortalecimiento de dichas identidades del pueblo indígena, incluyendo tradiciones para la conservación, utilización sustentable y fruición de la biodiversidad[14]. Todos estos preceptos son definidos fundamentalmente en los artículos 2do. y 27 constitucionales, además del 26[15], el cual provee la plataforma de consulta de los pueblos que posibilita su autodeterminación y coordinación con la figura del Estado. También existen leyes específicas y reglamentos de las distintas instituciones gubernamentales, incluyendo la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, asegurando la conformidad del sistema legal mexicano con los convenios internacionales[16]. Todo esto con la finalidad de establecer la infraestructura necesaria para amparar a los pueblos indígenas, sus facultades como tales, y resolver un conflicto a la manera de una república organizada: a través de sus instituciones[17].

La esencia de los derechos indígenas es preservar su cultura por razón de justicia histórica, a la vez que se les integre y modernice de una manera más razonable que el sudor, sangre y fuego de antaño. Esto, en teoría, no sólo les beneficia a ellos en ámbitos humanos, materiales y convergentes de éstos como la economía, sino que dichas conveniencias son recíprocas a la sociedad en general.

No obstante de que el reconocimiento legal de los indígenas es  un acierto de la teoría político-económica, la promesa de logros idealistas debe poner en alerta y volver menester el análisis clínico de la verdadera efectividad y alcances de dichas prácticas, pues en un mundo de hechos el idealismo es un peligroso espejismo[18]. Un juicio dialéctico [19] competente debe aplicarse principalmente en las dos creencias que cimientan este augurio de beneficios universales para validarlo: la noción de sinonimia entre progreso y modernización, y la factibilidad funcional de la libre autodeterminación; ambas con sus correspondientes efectos, implicaciones y utilidad.

Por lo tanto, con el fin de lograr un análisis objetivo es preciso despojarse del concepto (casi prejuicio) positivista de que cualquier avance (modernización) es algo bueno para la humanidad[20], pues esto tiende a simplificar demasiado el cuestionamiento mismo que se pretende ahondar, y las definiciones son tanto más difíciles cuanto más complicado (y más humano) es el fenómeno observado[21]. Además, será sensato analizar el origen y efectos de cada problema antes que su supuesta solución; es absurdo criticar la cura sin entender del todo la enfermedad. Y los juicios, para mantener objetividad, deben ser bipartitas: desde el ángulo indígena y aquél de las implicaciones para el resto de la sociedad moderna.

El análisis puede comenzar retomando el punto ya mencionado sobre la desestimación pasada sufrida por las comunidades indígenas; lo cual significó su atraso principalmente en lo referido a la tecnología, y por ende un arrastre de siglos en lo económico y lo social. En otras palabras, se les condenó a ser un extracto social inferior; uno incivilizado, agreste (llámese rural), designadamente pobre en lo material acorde a su poquedad. Su situación se agudizó con el correr del tiempo, al punto que en el presente globalizado y de competencias, las comunidades terminaron aisladas literal y figuradamente; casi siempre imposibilitadas de cubrir incluso las necesidades básicas a diferencia de otras épocas. Así se explica que los Tarahumaras en su sierra tengan que soportar heladas sólo con cobijas, o que los selváticos Lacandones vivan en la desnudez material entre platanares y lluvia. Éstas son las circunstancias denominadas “infrahumanas”: inferiores a humanos; status conjurado por el conquistador que rajó, violó, a  la  Malinche[22] y su raza siglos atrás.

Estas condiciones deplorables han obligado a las comunidades indígenas a tener que resignarse a afrontarlas, o bien desintegrarse para migrar y unirse a la civilización moderna. Si no se les buscó exterminar de manera directa y por las armas, la presión económica, el tiempo y la desesperanza que conllevan han funcionado igual, o tal vez más efectivamente, para empujarlos a esta asimilación antes criticada.

En México, como en tantos otros lugares donde hubo agravios contra los pueblos nativos, se ha tratado de compensar el daño infligido. Se les ofrece llevarles “la modernidad” a sus comunidades, en un acto ambivalente de disculpa retardada y lavado de culpas. A los programas de ayudas económicas, impulsos tecnológicos y mejoras escolares se les podría considerar más que una restitución. Se les moderniza con carreteras, electricidad, drenaje, construcciones, promesas de mejor educación (incluso universitaria), comida chatarra, teléfonos,, automóviles, televisión, y demás frutos de la técnica humana[23].

A primera vista, pareciera que esto es una ejecución coherente de lo establecido en el marco legal y la justicia social que se pretende. Sin embargo, es más fácil pensar las cosas que serlas[24]. Habría que colocar en la balanza de la razón qué tanto de estos derechos humanos (principalmente económicos) es ejercido por los indígenas y qué tanto les es ejercido en nombre de ellos; más aún, qué tanto les beneficia a las comunidades y quiénes más usufructúan de este “progreso”. Asimismo, es un imperativo categórico [25]analizar el impacto de todo esto al status quo.

Primero asalta la paradoja respecto a la modernización en sí: se les da todo a las comunidades en aras del progreso y para mantener así su identidad y su pertenencia territorial. Pero al urbanizarlos, en menor o mayor grado, se les está asimilando en el estándar de la sociedad general. Contradictoriamente se les moderniza, pues las virtudes principales del hombre moderno son su técnica y su urbanidad[26]. La diferencia esencial entre el hombre moderno y el hombre primitivo es su sensibilidad sobre la naturaleza. El segundo le teme y le hace reverencia a la Madre Tierra y sus dioses elementos; el primero la explota sin recelo, declarándose su dueño por ser el Elegido Predilecto de la Creación. En medio de estos extremos se distingue al hombre nativo (latín nativus: natural), el indígena: ése que se sabe superior a otros animales (en todo el sentido de la palabra, pues como tal les puede controlar, a la vez que le son una responsabilidad moral), pero que también se reconoce como otro súbdito de la naturaleza, aunque sea uno privilegiado. El hombre  moderno se jacta de ser urbano, pieza aparte y superior a la naturaleza; de hacerse a sí mismo y su circunstancia[27]. Al contrario, el indígena agradece sus avances en herbolaria a las plantas, en arquitectura a los materiales y al espacio, y en agricultura a los procesos naturales como la roza. El indígena se considera a sí mismo y funge como un señor feudal dentro del reino natural, tomando los recursos que necesita, pero pagando toda la pleitesía que merece a la Madre Naturaleza, fuente de esa riqueza y de su vida misma.

En caso de recibir las facilidades modernas mencionadas como legado de la modernidad, se siembra la duda implacable sobre a quién atribuir dichas “bendiciones” (si se les quiere considerar así), sisando las creencia indígenas apegadas a la naturaleza. La respuesta rápida podría ser que se apuntara a la técnica misma, o en una opción más abstracta, a su derecho natural como humanos de disfrutar dichas bondades.

El choque cultural en este caso es directo, pues es algo relativamente modelo que el indígena desconfíe de lo tecnificado. No en balde, es principio religioso común venerar lo natural. En México se traduce en el mito de que el hombre de maíz, el natural, es mejor que el hombre de madera[28]. No sorprende por esta razón que haya comunidades que se resistan al cambio. Se han opuesto a lo largo de la historia, defendiendo su identidad. Claro está, y es un hecho, que la modernidad y sus lujos logran seducir para hacerse favoritos y volverse parte de la rutina diaria si se da la oportunidad.

Esto podría hacer dudar si son los pueblos indígenas mismos quienes piden se les privilegie con bienes modernos, o son imposiciones convenientemente disfrazadas de los gobiernos, violentando subrepticiamente el derecho casi-divino de la libertad de decisión, principalmente en materia económica[29] (codificado en jerga legal como autodeterminación). Después de todo, son las instituciones gubernamentales las que, bien o mal orientadas por especialistas o representantes indígenas (quienes en muchas ocasiones ya no cuentan como locales, sino que han sido modernizados), determinan los planes de acción respecto a dicha modernización y justicia social para las comunidades indígenas con el afán de apoyar el progreso. La cuestión es definir si el progreso se refiere a los pueblos, u a otro colateral.

Aunque el bienestar social se potencia a través del progreso económico[30], los bienes materiales no son homónimo de este progreso. Apenas si logran ser en ocasiones un vago signo de su existencia. Es cierto que los pueblos indígenas requieren una actualización tecnológica que les permita primero vivir más dignamente y después competir en los trajines económicos de hoy. Pero es absurdo que aunque se les reconozca como comunidades diferentes, se les trate exactamente con plena igualdad; es decir, que se asuma que sus intereses son los mismos a los estándares sociales. Por lógica, se tiene que deducir de este silogismo que sus necesidades y satisfacciones son diferentes también. Por supuesto que comparten las mismas bases (necesidades fisiológicas, de seguridad, de afiliación, de reconocimiento,  de realización[31]), pero la manera de satisfacerlas es lo que varía. Se puede observar en ejemplos específicos. Se comparte la necesidad de cocinar; el hombre moderno por ende necesita la estufa de gas para lograr su cometido, mientras que al indígena le basta su acostumbrado anafre (rudimentario pero efectivo, además de cultural); y sin embargo, se les instala infraestructura para gas en sus comunidades. En caso similar, existe la necesidad de una mejor educación, pues esta lleva a una vida mejor; en el proceso se les inculca explícita o implícitamente a la juventud nativa que se debe estudiar y por consecuencia tener buenos trabajos, los cuales más veces que las menos se tratan de labores urbanas. El colmo es la construcción de carreteras para comunidades totalmente ecuestres, usualmente tan inaccesibles que este medio de transporte es  mejor.

Lo que se logra es en apariencia progreso para los pueblos, cuando en realidad el efecto es nocivo: se les crean dependencias a las cosas. El bienestar social se reduce a bienes materiales; se aliena a las personas y se “cosifica”[32] la vida mejor como un espejismo. El indígena pasa a necesitar la estufa, el coche, incluso el abandono de su comunidad para lograr el éxito. En general se pasa a necesitar de todos los productos nuevos disponibles, rompiendo el  balance tradicional de ascetismo nativo hacia la naturaleza. A cambio, para utilidad del hombre moderno, se gana intercambio y facilidad de acceso a los recursos bajo cobijo indígena. No se trata de la explotación de antaño, pero la similitud es obvia: en el pasado el abuso era en pro de salvarlos para una vida mejor después de ésta; ahora el trato fáustico[33] promete y concede los lujos aquí en la tierra a cambio de sus recursos; ya no su esfuerzo y sacrificio. Sin embargo, si la utilidad se mide con la felicidad y no otro bien como el placer[34], la cualidad en este caso es indeterminada para ambos partidos, pues saciar un apetito no trasciende ni se sublima en la psique.

La gresca moral que surge es dictaminar si, con todas estas circunstancias influyendo potencialmente en detrimento de las comunidades indígenas, éstas son realmente libres en el ejercicio de sus redescubiertos derechos, con terceros actores cono el gobierno tan interesados en su aprovechamiento económico y la ilusión de bienestar, además de contar con la influencia misma de la modernidad seductora. El catalogar estas circunstancias como agravantes o atenuantes en el ejercicio de las libertades es tarea exclusiva de los indígenas mismos, pues se trata de un punto meramente subjetivo. Un asunto controversial por la misma razón dentro de las comunidades; muy probablemente, las nuevas generaciones indígenas, que han experimentado las mieles de la modernidad, serán más afines a ésta que las generaciones viejas, más arraigadas a las tradiciones y sufrimientos pasados. Extrañamente, este choque será para su provecho, pues es la dialéctica generacional la que logra la evolución histórica[35], en vez de llevarse a cabo a través del conflicto de extractos sociales[36]. Sólo así se puede conservar la razón vital [37]de una sociedad: con la participación dinámica  y consciente de sus partes en el acto de la vida.

Ya se han considerado las menguas de la facción indígena ante la modernidad y las posibles conveniencias de esto, confabuladas o no, para la sociedad actual. Esto sentado, y en interés de mantener la objetividad, turna examinar los malestares también generados para la nación conjunta. El principal siendo el fenómeno de la migración, tanto del campo a la ciudad, como entre naciones; pero siendo la primera la más preocupante al corromper el funcionamiento económico-social.

Anteriormente se sugirió que la emigración, la cual tiende a desintegrar a las comunidades indígenas (entre otras), es disensión impulsada por el atraso económico y tecnológico que han sufrido por generaciones. Igualmente, se relaciona con las motivaciones del gobierno de modernizar a los pueblos indígenas en un intento desesperado de frenar la migración. Y no es para menos, pues una crisis rural tiene dimensiones fatalistas en el ámbito urbano. El campo y la ciudad son simbióticos, si acaso no la segunda depende entera y parasíticamente del flujo de recursos vitales que otorga el primero. Los lujos modernos son obra tanto de la técnica e ingenio humanos como de la naturaleza proveedora. Justamente, la civilización aparece cuando el hombre decide separarse del orden natural, al construir ciudades, iniciando por el ágora: un espacio demarcado por paredes en la infinidad del universo natural[38]. Tomando en cuenta el importante dominio indígena en los quehaceres rurales, es lógico y sabio procurarles como participantes cruciales del proceso, aun cuando su contribución en productos no compite con las actividades agrarias industrializadas a cargo del hombre moderno. Pero es cierto que ni esta última es competencia actual para la demanda misma que exige el mercado atestado de consumidores ávidos de hedonismo[39]. Mantener e impulsar a la población indígena como un apoyo para dicha empresa de avatares económicos bien podría apuntalarse como el primer reconocimiento auténtico e imperativo de simpatía [40] a favor de la entidad indígena por parte de la sociedad moderna. Pero no se trata de sólo endosar el reto que se presenta para la supervivencia humana ante la globalización, sino de contentar al indígena con su circunstancia. Basta con observar los vanos resultados de los esfuerzos gubernamentales por retener y aprovechar in situ a la población emigrante que no cesa.

El porqué de esta manifestación es engañosamente sencillo, si se mira primero por un lente biológico y después uno psicológico. La migración es un fenómeno animal: la búsqueda de una vida mejor, ya sea por clima, recursos o localización. La emigración rural, pues, no es más que un lance de superación personal de los indígenas a su encuentro con la modernidad fuera de la comunidad. Ésta es la premisa que inspira a los gobiernos a tratar de invertir el proceso llevando la modernización a las comunidades indígenas. El fallo está en omitir el hecho de que esta solución es tan virulenta como el mal que trata: los avances modernos son algo sustraído del ambiente urbano para ser introducidos (por no decir imputados) en el entorno rural, dando a entender al hombre de campo que cualquier comodidad moderna que se le dadiva no es más que una copia, una imitación demacrada del original que radica en la ciudad, el cual vale la pena ir a buscar si los residentes urbanos (de alguna manera antagonistas) se preocupan en sobornarlos y hacer así un esfuerzo para ahorrar esfuerzo[41]. La migración no se detiene hasta que los habitantes de un lugar están convencidos que su territorio no sólo les satisface sus necesidades, sino que es la mejor opción a su alcance. Todo debido a la necesidad humana de concebirse superior (la raíz del problema en un principio por el que la cultura moderna desprecia a la nativa).

Ahora bien, toca analizar las ventajas puras que representa la modernidad, ya  escudriñadas en buena extensión las inconveniencias para los indígenas. Primeramente, casi todas las modernizaciones tienen su mérito cuando han sido aplicadas en un marco de sensatez y congruencia; entiéndase por esto que la modernidad ayude y reivindique la causa indígena sin excesos. En ejemplos concretos, cambiarles las viviendas de cartón por casas bien construidas o instalarles escuelas y centros de salud más cercanos y más capaces son obviamente mejoras deseables. En cambio, colocar líneas de gas en hogares acostumbrados a la leña, o poner computadoras en las escuelas que con esfuerzo cuentan con energía eléctrica resultan vanidades nocivas que repercuten en la salud social de la comunidad afectada de las formas ya referidas. Tal vez únicamente los centros de salud competentemente eficientes son el avance al que no se le puede contraponer objeción alguna, suponiendo que dicha cualidad sea cumplida con cabalidad. A su vez, avances tecnológicos bien encaminados (bajo absoluto control y discreción nativa) son más verosímiles como herramientas positivas para reforzar y refinar sus actividades económicas, empleándolas desde sus cultivos domésticos hasta sus artesanías.

Es prudente no caer en absolutismos radicales ni idealizados[42], y recalcar que modernización no es algo indeseable ni enteramente contraproducente para los pueblos indígenas. Es un tema compuesto de elementos materiales (científicos y tecnológicos) y abstractos (sociales, históricos, legales; en una palabra, humanos) que lo tornan tan delicado y enmarañado que no queda sino recelar de las generalidades y su verdad sospechosa, ateniéndose a reflexionar sobre únicamente los hechos con la esperanza de dilucidar el mejor desenlace posible[43]. Establecer leyes como principios regidores del amparo indígena ha sido acertado, pero no son más que “principios”: un primer paso, un inicio. Lo siguiente es apoyarse en la razón y el análisis metódico de cada situación para la adecuada (o por lo menos más verosímil) ejecución de dichos derechos fundamentales indígenas. El grueso de esta faena debe recaer en los propios pueblos, como bien lo proponen varios preceptos de entre sus derechos. No se trata de una misión expiatoria de la sociedad moderna como se ha malinterpretado gracias nuevamente a la soberbia cultural[44]  etnocentrista de la que adolecen las civilizaciones preeminentes. Al final, quizás, el espíritu de estas leyes haya sido enunciado magistralmente por un indígena mexicano insigne (aunque con su grado de auto-negación y modernización): “Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz[45]”. La paradoja en el caso indígena es si su derecho más importante y conveniente sea en ocasiones no ejercer sus derechos endosados; la respuesta tendrá que surgir a una voz de la conciencia los pueblos mismos.

 

Turi Giuliano.

[1] “La Historia como Sistema”, Ortega y Gasset.

[2] “Obras Completas”, Nietzche.

[3] “La Rebelión de las Masas”, Ortega y Gasset.

[4] “La República”, Platón.

[5] “La Vigencia de los Derechos Indígenas en México, junio 2007”, documento oficial publicado por la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas.

[6] Íbidem.

[7] La Vigencia de los Derechos Indígenas en México, junio 2007”, documento oficial publicado por la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas.

[8] “Tractatus logico-philosophicus” e “Investigaciones Filosóficas”, Wittgenstein.

[9] “Obras Completas”, Nietzche.

[10] “Declaración Universal de los Derechos Humanos” aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas.

[11] Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, artículos 1ero al 29.

[12] Declaración sobre los Derechos de las Personas Pertenecientes a Minorías Nacionales, Étnicas, Religiosas y Lingüísticas.

[13] “Ética Nicomaquea”, Aristóteles.

[14] “Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y Tribales”, ratificado por el gobierno mexicano en 1990.

[15] Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

[16] Recientemente, la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas aprobada en 2006.

[17] “Discursos sobre los Tratados de Tito Livio”, Maquiavelo.

[18] “Sobre la Razón Histórica”, Ortega y Gasset.

[19] “Ciencia de la Lógica” y “Filosofía del Derecho”, Hegel.

[20] “Curso de Filosofía Positiva”, Comte.

[21] “Los Rasgos Característicos de los Humano”, Coronado.

[22] “El Laberinto de la Soledad”, Paz.

[23] “Meditaciones de la Técnica”, Ortega y Gasset.

[24] “Obras Completas”, Nietzche.

[25] “Crítica a la Razón Práctica”, Kant.

[26] “Meditaciones de la Técnica”, Ortega y Gasset.

[27] “Meditaciones del Quijote”, Ortega y Gasset.

[28] “Popol Vuh”, libro sagrado Maya.

[29] “Ensayo sobre el Entendimiento Humano” y “Dos Tratados sobre la Libertad Civil”, Locke.

[30] “La Riqueza de las Naciones”, Smith.

[31] “Motivación y Personalidad”, Maslow.

[32] “El Capital”, Marx.

[33] “Fausto”, Goethe.

[34] “Utilitarismo”, Mill.

[35] “El Tema de Nuestro Tiempo”, Ortega y Gasset.

[36] “El Fundamento”, Marx.

[37] “El Tema de Nuestro Tiempo”, Ortega y Gasset.

[38] “La Rebelión de las Masas”, Ortega y Gasset.

[39] “Doctrinas Principales”, Epicuro.

[40] “Teoría de los Sentimientos Morales”, Smith.

[41] “Meditación de la Técnica”, Ortega y Gasset.

[42] “El Tema de Nuestro Tiempo”, Ortega y Gasset.

[43] “La República”, Platón.

[44] “El Laberinto de la Soledad”, Paz.

[45] “Carta de Juárez a Maximiliano”, Juárez.