Un cafetín, de fachada desgastada. La luz perfecta de las cinco, pudiera ser mañana o tarde, deslava el color de los ladrillos de las paredes, escurriendo hasta la calle empedrada.
Adentro del recinto, gente ahí, aquí y por allá, entre mesas y sillas, su bullicio y el aroma del café tostado. Resalta un hombre, ajeno a los demás, sentado lo más cerca de la puerta, y junto a una ventana.
Frente a él, sobre la mesa, una taza con café, oscuro y humeante. No bebe. Lo observa. Su índice recorre el borde de la taza, jugando con el calor.
El bullicio no cesa. Es demasiado, para los presentes y el humor del día.
Él respira, profundo. El olor que despide su café lo consuela. Su dedo deja de hacer círculos. Prefiere entretenerse revolviendo su bebida con una cuchara entre sus tragos leves.
Suenan las campanillas, anunciando una entrada.
Junto al hombre, al pie de la puerta que se cierra apenas, una mujer, vestida de blanco tinto de azul gracias al Sol y su luz decaída.
Baja el volumen del bullicio.
El rostro de ella es amable, pero difuso tras mechones pelirrojos alborotados y las franjas oscuras de sus sombras. Es difícil distinguir el tono o el ánimo de sus pupilas. Ella cierra sus ojos, disfrutando el perfume típico del lugar, proveniente de las cafeteras.
Él la mira. Ella se siente mirada, y se vuelve hacia él. Sus ojos coinciden, haciéndose cómplices durante un fragmento de silencio. Se miran, pero no los sienten. Falta su aroma.
Él devuelve su atención a su taza, a su café.
Ella esparce su mirada a la gente, hacia quienes caminan hasta perderse.
Se reaviva el bullicio.
Él alza la mano. Alza su voz. Pide más café, antes de que descubra el fondo de su taza y pierda su aroma entre los murmullos y barullo a su alrededor.
Los rayos de sol siguen apagándose, entrando cada vez más débiles. Fluyen cansados por las ventanas del cafetín.
La penumbra se dibuja como una ola reptante en el panorama interior. Se va manchando de claroscuros con matices ámbar. La gente se desviste de colores, quedándose en formas y contornos entre su bullicio.
André es el único cuyo rostro aún no se entinta de sombras. Todavía siente el ardor sutil de la luz natural violentando su perfil a través del cristal de la ventana, mientras una lámpara cercana alumbra su otra mejilla.
Su persona está bendecida por la claridad remanente del día, pero su mente está opacada por dudas; reboza recuerdos vivos, derrama nostalgias y atesora una única ilusión, que sabe será sólo eso, en su alma.
Pudo ser ella, la recién llegada. Y lo fue para él justo hasta ese instante en que el resplandor fugaz del sol y la ausencia de su aroma conspiraron para desmentir su fe revelándole la identidad de la desconocida. Pudo ser ella; André deseaba que así fuera, pero no. A quien esperaba seguía extraviada en lo mundano. Presente, pero no en su presente.
En más de una ocasión tararearon la misma canción. Otras, uno terminaba la frase de una película antes que el otro la completara. Muchas veces más se entendieron sin palabras. Tantas coincidencias entre ellos, desde gustos hasta recuerdos, como si hubieran vivido una sola vida en dos dimensiones. Sin embargo, también estaba el otro lado, los secretos que lograban separarlos al permanecer ocultos; y sus diferencias que los hacían únicos. Ella, aventurera mundana, con vastedad material, vacíos existenciales, y soluciones químicas a sus problemas espirituales. Y él, solamente él, su arte, sus retos, sus razones vitales; y sus reservas, su maldito mutismo que los apartó.
Una ciudad llena de hoteles, antros, cines, clubes, teatros; toda una madeja de rincones pintorescos y lugares exóticos que solían frecuentar, cada uno en su tiempo y a su momento. El mundo a descubrir, repleto de ciudades para ellos y sus fantasías. Y ambos convergiendo únicamente en aquel cafetín, entendiéndose en su propio idioma, entre la demás gente, a pesar del bullicio. Sus caminos cruzados, pero sólo ahí. Tan únicos en su suerte, les tocaba a cada uno seguir su propio andar, sin adiós, y llevándose mutuamente impregnados en el café.
André seguiría esperando que se repitiera la coincidencia del destino, estoico, aunque se le extinguiera la luz al mundo. Esperaría para reencontrarse con su luz, a que ella volviera. O se le agotara el café.
André da un sorbo intermitente a su bebida. Clava su mirada al frente. No se fija en los hombres jugando dominó delante de él, ni en la pareja de muchachos compartiendo risas y charla atrás de los jugadores. Él ve al infinito.
Las lámparas amarillentas del cafetín se baten a duelo con la oscuridad para ahuyentarla, tras la derrota y retirada del sol.
La mesera se para junto a André, con cafetera en mano y la cara adornada por una sonrisa de cortesía obligada. Le habla.
Él se vuelve y asiente, atraído y convencido más por el aroma del café que por el llamado servicial de la mujer.
Ella le rellena la taza.
Es la octava media-taza servida a André en la tarde, y tal vez la milésima de su espera. En realidad, la novecientos diecinueve, aunque él no está interesado en llevar la cuenta. André simplemente lo sabe.
La mesera lo deja solo sin diálogo. Es sólo otra servida de café, una taza al gusto del cliente.
André observa la taza, pero no bebe. Sus manos rodean la taza con la gentileza que solía usar para tomar las manos de ella. El calor y el aroma también se la recuerdan.
No es seguro si sus recuerdos son fotografías fieles del pasado, o reinvenciones de su imaginación deformadas por su anhelo. No importa. André la sigue teniendo igual, aún con el olvido fresco de fechas barridas a golpes del calendario de su memoria. Le quedaban las tazas de café, cada una con “¿cómo estás?”, “eso me gusta”, un “a mí también”, “tú me gustas”, “te quiero”, y hasta un “te amo” dicho en su lenguaje de miradas y silencios. Gota a gota de café, granos llenando el fondo del reloj de su historia, con ella y después de ella,
André bebe, y revive, aunque ella no esté sentada ahí con él como en sus mejores días. Le basta el eco de su presencia reverberante en esa mezcla de tierra mojada y leña ardiente que es el aroma del café. André bebe, evocando sus pasados gracias a la amargura de su elixir. Vacía su taza. Con voz amable, y un ademán, pide que le sirvan un instante más de vida.