La guerra, una palabra tan ambigua, que en nuestros días ha diversificado aún más su significado, siempre ha sido parte viva de la humanidad. Pudiéndosele representar tanto como algo cruento o noble, la guerra y todos sus efectos han sido los formadores de la historia. Son puntos de referencia obligatorios. Las guerras, ya fueran políticas o religiosas, de orden bélico o ideológico, se han asentado como los puntos clave para llegar a nuestra actualidad.
Sin embargo, hoy en día nos encontramos en una de las peores etapas, donde las fronteras ya no funcionan, entre países, culturas o ambientes, y la guerra ha adquirido sentidos que la entremezclan con la fantasía y la realidad. Gracias al mundo tan interconectado que vivimos, las guerras, por muy pequeñas o propias de una nación, afectan al resto del mundo de muchas formas. Se derrumban gobiernos, se desestabiliza la economía o pueden lograr el exterminio de una cultura o raza. Así ha sido desde el amanecer de la humanidad. Las razones para guerrear pueden ser igual de variadas, desde política hasta la increíble y popular razón de mandamientos divinos. Todo eso, todavía en nuestros tiempos tan presumidamente modernos, son los orígenes de la guerra.
Las razones tienen un trasfondo que va más allá. La guerra, si se puede decir, es parte instintiva. Es, para la naturaleza, herramienta de supervivencia, adaptación y selección natural. Pero el ser humano tecnificado, como siempre, ha querido romper con esa disyuntiva, y lo ha logrado. La guerra se convierte en algo muy peligroso no por las acciones en sí, sino por sus efectos. El humano usa su razón para alimentar sus instintos de violencia. Lo logra deshumanizando al prójimo y justificando sus acciones: orden de Dios; por la libertad o la democracia; en pro de la civilización… Eso sucedía con los romanos hace dos mil años y sucede con varios países potencias hoy.
Incluso se ha perdido, irónicamente, el toque de arte que tenía la guerra. De ser visto como un oficio de honor, con códigos y reglamentos explícitos y otros implícitos, ahora es simplemente un trabajo que hay que hacer. De sólo involucrar a los soldados, poco a poco fue involucrando a todos. Se resiente ahora más, cuando cualquiera puede ser enemigo o dudoso aliado con el temido y propagandístico terrorismo… Se borraron las fronteras y la paz en alerta es un eufemismo para el control militar. Ya no se mata con filo de espada o fuego de cañón en campos de batalla elegidos con numerosos ejércitos, ganando la estrategia. Se puede matar a millones, del otro lado del mundo, con tan sólo apretar u botón. Una ciudad o nación puede ser devastada por puro capricho de un mandatario. Así sucedía en el pasado, pero la facilidad de hacerlo no era tan burdamente obvia. Y esto es parte de esa deshumanización del humano, tanto del enemigo como del compañero. Es necesario perder sentido de humanidad para ganar la guerra, arguyen los belicosos actuales. Y aunque así lo marca Sun-Tzu y otros genios militares, para ellos seguían existiendo códigos del tan olvidado honor. Los generales ahora actúan brutalmente sin discriminación o amabilidades hacia nadie. Sus propios hombres son instrumentos, pero para ellos es la gloria. “Nadie ha ganado una guerra muriendo por su país, las han ganado enviando a otros tontos a morir por su país” dictó Patton durante su campaña en África.
Así es como afecta la guerra hoy en día. No sólo como factor determinante de economía, instrumento distractor o manipulador de la política, un daño al ambiente, sino como un desgastante de la humanidad. Ya ni siquiera existe su simbiosis con la paz, pues ésta última se volvió en una utopía virtual. Ahora es un detalle a tomar con frustración o humor negro como lo hiciera Stanley Kubrick en su película de “Dr. Insólito”, y que se refleja en la frase que surge entre los generales y políticos que controlan el destino de mundo desde una habitación, luchando contra un enemigo fantasma y peleando entre ellos: “¡Caballeros, no pueden pelearse aquí! ¡Éste es el Cuarto de Guerra!”…
Febrero 19, 2004. Tampico, México.