El Hombre

“Quiero un novio de cuarenta”.

Hasta ahí duró la solemnidad de Bruno y Dino para escuchar las quejas de su amiga Minerva sobre su vida desventurada; estallaron en carcajadas apenas mencionó la edad deseada de su pareja. Antonio, bautizado “Ton” no por su nombre sino por su tonelaje, fue el único de los tres hombres presentes que mantuvo silencio, como habiéndose comido sus palabras. Sorteaba su mirada entre Minerva y el suelo, prefiriendo ignorar a los burlones.

Minerva se ruborizó, a la vez que frunció el ceño por la reacción que provocaron sus palabras. Conocía a Dino y a Bruno desde que tenían quince años, y pasados otros siete todavía seguían molestándole sus burlas. Además, qué pena con Ton, aunque fuera también un amigo de entre clases. Sin embargo, ella soportaba el escarnio con tal de que alguien la escuchara, y que le hablaran sin tapujos. Las amigas de Minerva no la entendían como ellos por mucho que les explicara al detalle sus dilemas, pues no compartía con ellas perspectivas de vida.  Bruno y Dino tenían la cualidad de ser los mejores consejeros, sinceros y certeros, tanto que a veces daban lugar a sus desplantes faltos de modales.

“En serio, quiero uno de cuarenta, que haga lo que yo quiera, me lleve a lugares interesantes como el teatro, o mínimo a ver películas serias, que comparta y se divierta conmigo, no que sólo quiera ‘divertirse’ a mis costillas”.

“Mejor dicho, con lo que está sobre tus costillas”, replicó sarcásticamente Dino entre risas, aumentando su estridencia junto con Bruno.

Ton los miró de reojo, serio.

Minerva olvidó su recato femenino para lanzarles varios manotazos a sus amigos. Ellos se defendieron con sus brazos, quejándose por la violencia. Fue la mejor forma de extinguir sus risas y entenderse con ellos para que regresaran a la seriedad que necesitaba su conversación.

“Pero, es que seamos realistas, ¿un cuarentón para qué más te va a querer si no es para?..”. Dino completó su comentario tomando frente a él unas caderas imaginarias e impulsando las propias, en lo que supuso una actuación sexy.

“Sí, exacto. Estarás de acuerdo que a lo más que te invitaría sería a un motel”, remarcó Bruno, fingiendo un tono serio para disimular las ganas de reír, y tratando de concentrarse en Minerva, no la actuación de Dino, “¿o no, Ton?”.

Los ojos de Ton se desorbitaron al darse cuenta que sus amigos esperaban su comentario. Abrió la boca sin poder articular réplica.

“A ver, Antonio. ¿Qué dices?”. Minerva se tomó las manos, sobándoselas, tentada a caer en su vieja costumbre de ponerlas como en oración. Simplemente deseaba un poco de apoyo.

Ton no necesitaba pensar lo que quería decir, pero los nervios, la presión y su tartamudeo lo entorpecían. “Pues… no creo que fuera para ti. Digo, sería como tu papá”.

Minerva dejó su simulacro de rezo y bajó sus manos hechas puños. “Pues sólo sé que lo que quiero es un hombre. Ya me harté de tantos niños”. Se cruzó de brazos y plantó firmes sus pies.

“Los niños son divertidos por lo menos”, comentó Bruno, sonriendo con un poco de su característico cinismo.

“No los que me han tocado. Guapos, eso sí. Pero ni saben lo que hacen”. Minerva se esforzaba en no recordar los detalles de sus romances fallidos, para no enfadarse más. Las frustraciones románticas eran su debilidad.

“¿Tantos malos novios? ¿Pues cuántos has tenido?”. Dino no comprendía cómo Minerva se alteraba tanto. No era estilo de ella afectarse por trivialidades.

Bruno, Dino y Ton se inclinaron sobre la mesa aproximándose a Minerva. Contuvieron su respiración, esperando la respuesta de su amiga.

Ella se echó para atrás. Estaba arrinconada por ellos, y por su propia pena. Hizo memoria. Contó discretamente con los dedos para no equivocarse. “Novios, sólo tres.”

Dino rió levemente.

Ton respiró tranquilizado después de dar un profundo suspiro de alivio.

 “Ah, está bien. Yo pensé que más. Y peor”. Bruno aleteó su mano al aire, en gesto de darle poca importancia al asunto.

“¿Pues qué me crees?”. Los ojos de Minerva flamearon contra Bruno. Trató de levantarse, sin dejar de mirarlo, pero la mesa no se lo permitió. Entonces la azotó con uno de sus puños.

Dino dejó de reírse, dando un pequeño brinco en su lugar con el estruendo.

Ton se quedó admirando a Minerva, con una leve mueca de sonrisa. Ella tenía toda su atención. Miro con el rabillo del ojo a Bruno, esperando una reacción.

“Digo, has tenido malas experiencias, pero no tantas. Mala suerte en pocos intentos”. Bruno se tornó serio. No era el tiempo ni la adversaria para un conflicto. Conociendo el temperamento de su amiga, sólo podían saber que ella tenía ánimos en ese momento de lastimar a Bruno, y que podía hacerlo.

“Tú tranquila, ya te llegará tu hombre. Mientras, nos tienes a nosotros para divertirte.”, dijo Dino, sujetando gentilmente a Minerva del brazo, “Acuérdate que esta noche es la fiesta de Marilú, y quién sabe a quién descubras”. Dino le hizo un guiño a su amiga.

Minerva respiró profundo, y se reacomodó en su asiento. “Pues sí”. Cerró sus ojos por un momento. Dejó escapar una sonrisa. Se sentía ya desahogada con todo y burlas. “Aunque quiero hacer muchas cosas antes de eso. Cosas que son para hoy. La tarde es larga, pero no tanto como quisiera. Además, yo sola…”.

“Yo te acompaño”. Ton no tartamudeó, a pesar de su precipitación.

Dino y Bruno voltearon a ver extrañados a su amigo excitado.

Minerva también se le quedó mirando incrédula, alzando una ceja. “Gracias, pero tengo que ir a la oficina por mi carro primero, si acaso para llegar a la función de cine que quiero”.

“Yo te llevo, a dónde tú quieras. Así no andas sola. Podemos platicar. Sabes que soy buen chofer”.

Minerva rió levemente. Un mes atrás, Ton había cambiado de camioneta porque un poste se atravesó en su camino, por cuarta ocasión. Pero tuvo la corazonada que Antonio decía la verdad, de alguna forma, aunque tuviera que mentir un poco para ello.

Bruno y Dino se mantuvieron callados. Ya estaban convencidos que había algo sospechoso en el interés de Ton. Sólo esperaban que él mismo lo aclarara, con palabras o acciones.

“Está bien. Vamos.” Ése era un poco del apoyo que Minerva necesitaba recibir, por lo que se encaminó junto con Antonio hacia la salida de la cafetería, bajo la mirada expectante de sus amigos. Lado a lado eran una caricatura: ella de uno setenta, y cincuenta y pocos kilos; y él una mole de casi dos metros, y unos ciento treinta kilos. “Nos vemos en la fiesta”.

Su reencuentro fue hasta esa noche, en casa de Marilú. Minerva se topó con Dino y Bruno, sorprendiéndolos en pleno bullicio de la fiesta. Contrario a su vanidad y afición por la moda, ella seguía con el mismo atuendo colorido de hacía varias horas. Chic, pero no apropiado para la noche.

“Vaya, ¿dónde te metiste? Te marcamos al celular para saber si pasábamos por ti para venir, pero nunca te encontramos. Y por lo visto, ni te arreglaste”, balbuceó Dino examinándola de arriba abajo con sus pupilas dilatadas, antes de darle un sorbo al ron con cola que traía consigo. Una de tantas bebidas que ya habían pasado por su garganta.

“Pues, es que… Nos quedamos en el cine toda la tarde.”

“¿Nos?”. Bruno y Dino replicaron al unísono.

“Sí. Antonio y yo.” Minerva contestó casi susurrando, sonriéndose y revisando su alrededor, como asegurando el secreto.

Ton apareció tras Minerva, sobresaliendo de algunos invitados y abriéndose paso para llegar hasta ella. También él seguía con la misma ropa de la tarde.

“¿Cuántas películas vimos, Antonio?”. Ella se acurrucó con él.

“No sé, hicimos lo que tú quisiste”.

A Minerva le fascinó la respuesta, tan simplona y honesta. Se volteó sonriente para darle un beso que Ton recibió con gusto. Ella tuvo que treparse a su hombre para lograrlo. Después lo abrazó, sin que sus brazos pudieran apretar o siquiera rodear del todo el cuerpo de Ton. Finalmente se tomaron de las manos y se rejuntaron.

Viéndolos, Bruno y Dino prefirieron dejar fluir por su boca alcohol y no palabras, mientras que la música importada desde Barranquilla llenó el vacío en el ambiente de sus voces ausentes.

Guadalajara-Tampico, México. Agosto, 2006.

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