Tan Suyo

“Es un inútil. Es un patán. Es un imbécil”, dijeron alternadamente las amigas presentes, cuidando que no las escuchara su anfitriona. “Es Neto al final de cuentas”, remató Selene. Las otras tres se rieron discretamente. No tenían suficientes calificativos para describir a Ernesto. Cada una de ellas podía mencionar más de uno de sus defectos, y contar más de una historia de las que rondaban sobre él. Ernesto era popular por sus sobradas aventuras, que no hazañas; de esas que lo volvían admirado por hombres y codiciado entre mujeres, hasta que se volvió novio de Jimena. Entonces por fin sus defectos afloraron a los ojos, y las pláticas, de la mayoría. A excepción de Jimena misma. Su Neto era perfecto gracias a esos defectos tan suyos. Sus amigas, en cambio, lo criticaban con toda la desfachatez posible cada que se les presentaba la ocasión. No entendían cómo él era galán, y menos cómo andaba con Jimena. Pero se callaron como buenas amigas, cuando ella regresó a la sala con la bandeja de botanas.

“Ay, gracias por pausar la película para esperarme”, dijo Jimena mientras tomaba asiento entre sus amigas, pilladas por su súbito regreso. Ellas no tardaron en rellenar de pepino y jícama enchilados sus bocas, fuentes de picosas injurias para el novio de su amiga momentos antes. Se había terminado la conversación si no podían hablar más de Ernesto y Jimena. Así que continuaron viendo la película, una comedia muy a tono de los espíritus románticos de las jóvenes. Dejaron transcurrir el resto de su velada entre risas y suspiros por amores deseados. Su típica reunión de la semana terminó temprano, junto con el filme y el bostezo unísono de las amigas. “Tiempo de descansar”, dijo Jimena, a modo de despedida cortés a sus amigas. Para ella, ya era tarde. Y así se quedó sin visitas.

Jimena se fue a su habitación. Se duchó para refrescarse tras un largo día, y se cambió de atuendo: con su despampanante vestido esmeralda, su nocturno favorito. Volteó a ver al reloj de su buró. Su maquillaje tendría que esperar, porque Neto no lo haría. Jimena escuchó un claxon familiar, y salió a su encuentro, no sin antes tomar su bolsa y el bulto dorado con la etiqueta “Neto” en un corazón plata.

Neto la esperaba, montado en su poderosa camioneta negra de rugiente motor, y obstruyendo la mitad de la estrecha calle. Jimena salió de su casa, cerró la puerta de un jalón, haciendo malabares con lo que traía en sus manos, y se apresuró a subir a la camioneta de su novio. Lo saludó con un beso en su mejilla, mientras él pisó el acelerador. “Me gustas de verde. Combina con tus ojos”, le dijo Ernesto, con su tono de siempre y manos al volante. Emocionada, Jimena le dio el regalo. Sin quitar los ojos del camino, él rompió la envoltura, examinó la cartera de piel, y le devolvió el beso en la mejilla a Jimena. Justo lo que esperaba, aunque él no descubriera la carta impregnada de amor dentro de la cartera. Él no le exigía todos los detalles y las atenciones con los que Jimena lo colmaba. Sin embargo, Neto se los ganaba con sus halagos y sus caricias. Los regalos y los recados coloridos de “te quiero” eran pinceladas con los que ella pintaba día a día su relación. Con eso se compensaba el largo tiempo que no pasaban juntos. Disfrutaban de sus momentos, no de rutinas asfixiantes como otros. Por eso sentían su relación a prueba incluso de la libertad que se daban mutuamente. Aquella noche le tocaba ser especial.

Fueron al bar Portos, de moda en la ciudad y entre todos sus amigos, menos los miércoles como aquel. Neto y Jimena preferían ir así, para no toparse con caras conocidas desde el estacionamiento. Iban exclusivos para festejarse ellos, y sus diez meses juntos.

Ocuparon la misma mesa donde se habían conocido, en el rincón, y que les ayudaba a revivir las emociones que los unían desde entonces. Su plática siempre se reducía a simples palabras encantadoras de Ernesto, y a Jimena no le hacía falta más. No tenían más conversación. Bebían y disfrutaban de la música y del ambiente, queriéndose mutuamente en silencio. Hasta que Ernesto dio un sorbo a su vaso, topándose únicamente con los hielos casi secos. Dijo con un entusiasmo renovado: “Vengo enseguida, voy por otra bebida”. “Bien, tráeme un daiquiri”, replicó Jimena a la oferta. “Tú y tus gustos raros”, contestó Ernesto, y se fue. Jimena lo vio caminar junto a la barra e irse más allá, desapareciendo entre la multitud. No era tiempo de las bebidas.

Pasó una canción, y otra, y otra. El vaso que había dejado Ernesto estaba ya medio lleno de agua, tentadora para la sed de Jimena. Su Neto ya se había tardado en regresar, y ella lo resentía. Le hacía falta a su lado, o la música se volvía ruido. Entonces lo vio de nuevo, caminando hacia ella con rostro sonriente y despeinado, moviéndose al ritmo de la música y con un vaso en la mano. Neto se detuvo frente a un espejo, para revisarse; no se arregló las fachas desaliñadas, pero Jimena se aproximó furtiva para hacerlo por él. Neto se sorprendió al verla en el reflejo, aunque se dejó arreglar por ella entre caricias. Jimena le acomodó la camisa mal abotonada, los cabellos alborotados La imagen en el espejo era caricaturezca, una perfecta doncella de brillante esmeralda, junto a su galán vestido con pantalones desgarrados de mezclilla deslavada, y una simplona camisa arrugada de cuadros, todo un hippie del nuevo milenio.

“Gracias, cariño”, le susurró Neto al oído de Jimena, enfilando sus labios hacia su cuello. “De nada, ¿y mi daiquiri?”, inquirió ella, estremeciéndose un poco al sentir los suaves besos de su novio. Éste se detuvo, se retiró un poco de ella, y con una mueca y gestos dio a entender su olvido. Jimena simplemente tomó la bebida de él y dio un trago. Neto se sintió aliviado, y se arrimó nuevamente para seguir con sus caricias. Jimena no puso resistencia, y se dejó querer por Ernesto, a la vez que veía a Alma Marcela con un daiquiri en la mano y extrañamente sola, cuando era reconocida entre los hombres por su compañía. Jimena y Alma se saludaron con la mirada al cruzarlas. Jimena interrumpió el jugueteo amoroso de Neto para huir del bar, hacia la noche, de vuelta a casa de ella, y poder perderse el uno en el otro.

El cuerpo de Jimena resintió la sobrecarga de amor al día siguiente. No le importó el malestar. Era un dulce sufrir, y tendría varios días para disfrutarlo y reponerse. De todas, había sido la velada más inolvidable, como fantasía indeleble en su memoria. Sin embargo, ahora tenía que encargarse de su vida real. Tenía que hacer su trabajo, cumplir los deberes que representaba su computadora. Pero sentía a Neto bajo la piel y lo tenía incrustado en su mente, nublando todo. Los memos y las cartas que escribía Jimena eran para él. No podía controlarse. Así que trató de sacarlo un poco de sus pensamientos justamente escribiendo. Comenzó con lápiz y papel, enlistando repetidamente el nombre de su amado. Y poco a poco el nombre empezó a formar corazones y estrellas de colores. El lápiz se tornó crayones, y el papel se convirtió en cuaderno rebosante de figuras que terminaron por desbordarse, pintando un universo multicolor en la pared de su casa. Era un mural de la vida de Jimena.

No aguantó más. Jimena sabía que Neto no tendría la iniciativa, pues no era aficionado a las sorpresas. Tomó el teléfono y marcó el número que sabía de memoria. Apenas sonó una vez, y escuchó que contestaban. “Hola, Neto, mi vida, ¿cómo estás?”, dijo Jimena ansiosa por escuchar la voz de su amor. Pero le colgaron. Estúpidos celulares. Estaba segura que no había marcado mal, así que volvió a intentar. Sonó y sonó. Nadie contestó a su segundo intento. Antes de un tercero, llamaron a la puerta. Era Selene. “Se te volvió a olvidar la reunión ayer, ¿verdad?”, le reprochó a Jimena, pasando a la sala con toda la confianza que podía tener en calidad de mejor amiga. La semana había dado la vuelta desde aquella noche. “No me tocaba a mí”, contestó ella. “Pero igual tenías que ir. No sales y no llamas, ¿qué te traes?”, preguntó Selene, observando el teléfono inalámbrico que sostenía su amiga. “Nada. Mucho trabajo”, dijo Jimena, dándose el suficiente tiempo para pensar su respuesta. “Salgamos por ahí entonces. Una noche de amigas te hará bien”, sentenció Selene, y acarreó a Jimena hacia su habitación para alistarse contra su voluntad.

Cien objeciones después, ya habían llegado al Portos. El par de mejores amigas no charlaban en serio desde hacía demasiado. Selene puso al tanto a Jimena de los últimos chismes, a gritos para superar la música y señalando de entre los presentes a los protagonistas de las habladurías populares. “No puedo creer que eso pase”, dijo Jimena acerca de las novias engañadas, amistades rotas y otras tragedias de amor. “Pues pasa, y mucho”, replicó Selene con tono convencido. Vieron pasar a Alma Marcela, acomodándose el vestido y arreglándose el maquillaje, dándole más material a su conversación. Observaron a la causante de la mayoría de los rumores ir a la barra por una típica cuba y un exótico daiquiri. Jimena pensó no volver a pedir uno, por lo menos en aquel lugar. Alma Marcela se volvió a pasear frente a las amigas, antes de encontrarse con su cita de aquella noche y darle su bebida. Ernesto se volteó ante el llamado para tomar su cuba, y ser seducido por Alma Marcela.

Selene enmudeció y se petrificó cuando vio a Ernesto. De pronto se acordó de Jimena, y reaccionó. Pero ya no estaba ahí. Sólo se escuchó el estruendoso azote de la puerta principal entre la imperante música que disfrutaban Neto y su cita clandestina. Jimena quería estar sola, refugiada en casa, y Selene entendía.

No era posible lo que acababa de ver. No era él, no iba con Alma Marcela. Neto no le haría eso a ella. Pero después de la inmediata negación inocente, la cólera comenzó a tomar posesión de Jimena conclusión tras conclusión. ¿Por qué ella? Conocía su reputación. No era ningún reto para los encantos de Ernesto. ¿Por qué así? A escondidas, a sus espaldas. Traición. Mejor no hubiera salido de su casa aquella noche. Ahora sentía una ira digna de las circunstancias. Después sería peor. Sentiría vacío y soledad.

Selene y las amigas se aparecieron al día siguiente, abiertamente diciendo sus implacables críticas al traidor de Ernesto, solidarias con Jimena. Con Alma Marcela la noche anterior había sido suficiente. Pero las amigas le hicieron saber que hubo mucho más. No era la primera noche de Alma Marcela, y los rumores que corrían mencionaban a otras bajo los encantos de Neto. No cabía duda que él había vuelto a ser el de antes, insaciable e insensible. “Mejor ahora que después”, fue lo único que Selene se atrevió a comentar. Jimena no paraba de llorar desde que llegaron sus amigas. Algunas lágrimas de rabia, otras de dolor, y unas más de nostalgia al sabor de mentira insoportable de sus buenos momentos con Ernesto. Y sus amigas rociaban sal de chismes en su herida.

Sonó el teléfono. Jimena paró sus sollozos para contestar. “Bueno, ¿Jimena? Me dijeron…”, dijo una voz conocida del otro lado de la línea. Jimena colgó. Volvió a sonar el aparato. Jimena lo desconectó de un tirón, asustando a sus amigas.  Entonces comenzó a entrar la música por las ventanas. Escuchar sus melodías favoritas le provocaba una sensación agridulce a Jimena. Era Ernesto con una serenata redentora. Misma que su amor le negaba a gritos por la ventana, apoyada por sus amigas. No le habló cuando le abrió la puerta, ni lo dejó pasar, ni lo dejó explicarse. Sus balbuceos eran palabras al aire. Jimena solamente lo dejó mirar tras ella el mural dedicado a él. Era el último regalo. Neto perdió la voz, pidiendo perdón mirándola a los ojos. Y ella le cerró la puerta en silencio.

Jimena no volvió a llorar por Neto después de aquella noche. Todo su amor, que brevemente fue llama rabiosa, se tornó indiferencia. Jimena había perdido, o le habían robado, parte de su vida, pero no tuvo problemas en continuar con lo que le quedaba. Le dejó las lamentaciones, los llantos y los ruegos, públicos y privados, a Ernesto, haciendo añicos su hombría ante los demás. Entendió su despojo de la vida que tenía con Jimena, y tendría que sobrevivirlo.

Los días, instante a instante, se convirtieron en semanas, un tiempo de eternos meses. Pero cada uno seguía estando presente en la cotidianidad del otro. Compartiendo amigos, compartiendo una ciudad, era común que se encontraran. Neto y Jimena no se podían olvidar, ni perdonarse lo ocurrido. No sabían a quién culpar. Tal vez fue él, tal vez fue por ella, o quizás la otra. Tenían la corazonada que fue error de todos, una coincidencia nada casual.

Y fue la misma casualidad la que unió a Jimena y su Neto una noche más. Ella con sus amigas. Él con sus amigos y el consuelo de la otra, Alma Marcela. Se encontraron al ritmo de su canción, justo frente al espejo testigo de sus caricias y de la traición. Cuando se toparon, guardaron silencio y se miraron a los ojos. No lo hacían desde que ella lo había encerrado fuera de su vida. Se despertó lo inolvidable entre ellos, reminiscencia de su magia juntos. No notaron la mirada juiciosa de todos a su alrededor, atentos al prometedor espectáculo morboso de aquel encuentro fortuito. Pero no hubo tal. Jimena se alejó de Neto cuando Alma Marcela apareció entre ellos. Fue a sentarse a su mesa del rincón, la de los recuerdos vivos en ese momento. Y Neto fue tras Jimena, para revivir más su pasado, dejando atrás a Alma Marcela, la soledad acompañada y los malos tiempos sin su amor. Se sentó en su mesa, junto a Jimena, el lugar tan suyo como ella junto a él.

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